Actualmente, la ciencia es capaz de predecir con bastante acierto el clima que tendremos en los próximos días. Si bien es cierto que con alguna frecuencia se cometen algunos errores -sobre todo con los “pronósticos extendidos” -aquellos que se refieren a eventos que ocurrirán a más de 72 o 96 horas en el futuro- estas predicciones resultan lo suficientemente fiables como para que miles de millones de personas salgan cada mañana a la calle sabiendo como será el clima a lo largo del día, o para planificar las actividades del fin de semana. Para elaborar los pronósticos meteorológicos se emplea lo más avanzado que puede proveer nuestra tecnología: satélites meteorológicos que giran alrededor de nuestro planeta a miles de kilómetros de altura, estaciones terrestres que registran minuto a minuto parámetros como temperatura, presión atmosférica y humedad, y superordenadores capaces de -a partir de todos los datos disponibles- simular el estado del clima de las próximas horas. Sin embargo, los pronósticos del tiempo se realizan desde hace siglos, mucho antes de que la humanidad dispusiese de una tecnología que mereciese llamarse así. ¿Cómo lo hacían?
En la antigüedad se asociaban los cambios del clima con el movimiento de los astros. Por ejemplo, los egipcios asociaban los ciclos de crecida del Nilo con los movimientos de las estrellas -que a su vez obedecían a los caprichos de los dioses- y los babilonios realizaban precarias predicciones del tiempo guiándose por el aspecto y color de la Luna o el cielo. Uno de los primeros trabajos relacionados con la meteorología y realizados con rigor científico fue “Meteorológica”, un libro escrito alrededor del año 340 a. C. por Aristóteles y que dio origen al término “meteorología”. En él, Aristóteles explicaba cómo realizar observaciones mixtas y especulaba sobre el origen de los fenómenos atmosféricos y celestes. Uno de los astros más utilizados en las predicciones meteorológicas antiguas es la Luna. De hecho, muchas de estas creencias -a menudo falaces- han sido inmortalizadas en proverbios y refranes. La fase y la posición de nuestro satélite natural se asociaban con las lluvias, el viento o cualquier otro fenómeno atmosférico.
En general, aquellos cuyos trabajos dependían más de las condiciones del tiempo fueron quienes primero se interesaron por estas cuestiones. Los marineros y los pastores fueron los primeros “meteorólogos”. Por ejemplo, uno de los primeros textos de predicción meteorológica, que data de 1670, se publicó en Inglaterra con el título de “El legado del pastor”. En sus páginas abundaban ejemplos de predicciones basadas en el estudio de los vientos, las nubes, el Sol y la niebla, del tipo “Sol muy rojo, agua en el ojo”. A pesar de que muchas de los métodos sugeridos eran erróneos, los modernos meteorólogos aseguran que algunos de los mecanismos utilizados se corresponden con principios básicos de la meteorología actual. De hecho, desde 1920 se sabe que en siete de cada diez ocasiones, el “sol rojo” aparece antes de las lluvias. El comportamiento de las plantas y los animales resultaba (y resulta) también muy útil para la predicción del tiempo. La pimpinela escarlata, por ejemplo, es casi tan precisa como un barómetro y reacciona rápidamente a los cambios atmosféricos. Cuando estas flores abren sus pétalos seguramente tendremos buen tiempo, ya que ante la llegada de la lluvia las flores reaccionan debido a la humedad y cierran sus pétalos para mantener el polen seco.
Allá por los principios del siglo 17, el científico italiano Evangelista Torricelli -intrigado por las curiosas variaciones producidas en el nivel del mercurio contenido en un tubo de cristal, abierto en su parte inferior y colocado por el extremo abierto sobre un recipiente lleno de este elemento-, descubrió que dichos cambios reflejaban variaciones en la presión atmosférica. En 1643, inventaba oficialmente el barómetro. Pronto se descubrió que -a pesar de no ser la única señal importante- las variaciones de la presión atmosférica podían utilizarse para predecir tormentas, algo que hizo por primera vez el físico alemán Otto von Guericke en 1660. En el siglo XVIII se descubrió que la variación de la presión atmosférica estaba relacionaba con la velocidad del viento, y en 1854 se creó el Instituto Meteorológico Británico, que se encargaría de ofrecer pronósticos meteorológicos basados en las lecturas del barómetro y otros instrumentos.
Sin embargo, la existencia de instrumentos fiables no desanimaba en absoluto a quienes pretendían realizar predicciones basándose en sistemas “sui generis”. Por ejemplo, un tal Dr. Merryweather presentó, en el marco de la exposición Universal que se celebró en el Palacio de Cristal de Londres, en 1851, un “Indicador de tempestades”. Se trataba de un invento que basaba su funcionamiento en el hecho de que “al menos una de las doce sanguijuelas que se encontraban introducidas en botellas de vidrio llenas con agua harían sonar una campana cuando se aproximaba una tempestad”. Merryweather aseguraba que sus sanguijuelas subirían a la superficie del agua al acercarse la tormenta, haciendo sonar las campanas. Confiado en la precisión de su dispositivo, llegó incluso a sugerir al gobierno que los instalase a lo largo de la costa de Gran Bretaña, para predecir las tempestades. Obviamente, la sugerencia fue desestimada y el invento olvidado.
¿Son los métodos actuales más precisos que las sanguijuelas de Merryweather? Seguro que sí. Sin embargo, la complejidad que presenta analizar el comportamiento de una esfera de 12.800 km de diámetro con una superficie irregular, girando a más de 1600 km/h, envuelta por una capa de 40 km de espesor compuesta por una mezcla de gases diferentes (cuyas concentraciones varían espacial y temporalmente), y calentada por un enorme reactor nuclear que se encuentra a 150 millones de kilómetros de distancia es enorme, y es lógico que los meteorólogos comentan algunos errores. Así y todo, su trabajo es lo suficientemente bueno como para que podamos utilizarlo a diario para planificar nuestro día.
¿No es increíble?
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